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En estos días me hallo enfrascado en la lectura de una de las obras imprescindibles de nuestras letras. Se trata de “El árbol de la ciencia”, del insigne Pío Baroja. Está cargada de reflexiones de gran hondura moral y filosófica, a través del camino de iniciación del joven estudiante de medicina Andrés Hurtado.

En la novela se plantea una interesante dicotomía que me ha llevado a plantearme una serie de cuestiones de las que me gustaría haceros partícipes.

Por un lado, se presenta la figura del Árbol de la Ciencia, que provoca dolor, sufrimiento e insatisfacción. Por el otro, el Árbol de la Vida, que trae la felicidad, el gozo de la ignorancia, de la superstición, de la fe, y que nos conduce a una sedante alienación.

Es manifiesto que el camino de la duda, de la investigación, de las miradas inquisitoriales, de la reflexión … nos conduce a una irremediable angustia vital. Hacernos preguntas puede ser doloroso, y el mayor riesgo de buscar la realidad es encontrarla, abierta y desnuda. Y es aquí donde aparece el gran interrogante: ¿Está preparado el ser humano para abordar la búsqueda del conocimiento?

Parece inevitable resignarse al hecho de que, en realidad, el hombre termina sucumbiendo ante la brutalidad de los instintos más atávicos, básicos y primitivos; nunca podrá desligarse de la denominada “lucha por la vida”, concepto utilizado por Darwin en “El origen de las especies”. En definitiva, el humano se ve abocado a dejarse arrastrar por su condición animal, en un juego vital en el que sobrevive el más adaptado, el más fuerte. En un mundo de encarnizado enfrentamiento por la supervivencia, parece no quedar lugar para el individuo moral, racional o sentimental. Creaciones humanas como el dinero o el amor, no serían más que artificios para encubrir impulsos animales como el instinto de posesión o el de reproducción, respectivamente.

Es caso frecuente que, con el paso del tiempo o de los años, ante la certeza de un mundo corrupto y pervertido, un temperamento idealista y reaccionario se torne en abulia e inacción. Se abandona por completo la búsqueda del sentido de la vida y se recurre al abandono de la reflexión sobre cualquier tipo de dilema moral. Gana terreno el pesimista individuo schopenhaueriano.

¿Sería conveniente, de esta manera, adoptar una actitud resignada ante los conflictos derivados de la existencia? El estado ideal del alma sería entonces la ataraxia, cenit del pensamiento estoico. Deberíamos, por tanto, inclinarnos hacia el engaño, la mentira útil, la coraza que nos evita mirar directamente a los ojos a la realidad, dar por buena cualquier convención impuesta desde fuera y anular cualquier actitud crítica.

Pero, ¡cuidado! Si bien es cierto que el Árbol de la Ciencia nos provoca un fatal desencanto, no menos peligroso es el Árbol de la Vida, que ni mucho menos nos introduce de lleno en una felicidad plena. Más bien al contrario: un individuo privado por completo del sentido del tacto no experimentará dolor alguno, del mismo modo que aquél que no disponga del uso de la razón no sentirá angustia por aquello que se escapa a su comprensión. Ahora bien, ¿es  esto lo que en realidad perseguimos?

En definitiva, estamos obligados a decantarnos entre la desesperación del saberse conocedor de los peligros de la existencia humana, de la realidad en toda su crudeza y la angustia del sordo que no oye lo que pasa a su alrededor. Porque, resulta claro que todos somos conscientes de la posibilidad de peregrinar en pos de la realidad de la que gozamos, y aunque sea doloroso utilizarla…. ¿acaso no lo es más no hacerlo?

 Juanma Romero